Entras en el buscador y escribes “mercería”. Aparecen 16 páginas de resultados, pero optas por no pasar de la primera pantalla. Si has visto el unboxing que subió tu amiga a Instagram, o alguien te ha hablado de lo guay que es esta mercería, accedes directamente a la página web del negocio.
Tras hacer la compra online, esperas impaciente tu pedido y al recibirlo sientes emoción por ver físicamente esos productos que tanto esperas.
Llega el mensajero y sabes que es tu pedido de labores porque la caja de embalaje está personalizada, reconoces los colores corporativos de la tienda online. Empiezas a abrirla, vas descubriendo mensajes que aumentan tu emoción, y encima te encuentras con un montón de detalles con un diseño gráfico cuidado. ¡Qué postales tan chulas!, ¡un botón de regalo!
Vas viendo cada producto, ¡estás deseando empezar a usarlos!. Leyendo cada mensaje. “¡Cómo mola la textura de la caja!”, “alucino con esta marca, la etiqueta está fabricada a base de caña de azúcar”.
Coges el móvil, escaneas el código QR y te sumerges en blog con un montón de diseños que quieres probar a hacer, “voy a guardarme la página para tenerla a mano”. “Oye, qué bien me viene este módulo con hilos para mi mesa de costura”. “Voy a pegar los puntos en la cartilla de fidelización”. “¡Tengo que hacer un storie para que lo vean mis amigas!”.